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Por años mi padre fue hilvanando este libro. Dos inviernos atrás, en la mañana fría de un seis de julio, se fue de este mundo repentinamente, sin tiempo de despedirse. Había terminado su libro en un original mecanografiado, al que se agregaban manuscritos y partituras sueltas. No alcanzó a publicarlo. Siento que su corazón estaba más en vivir el hacerlo, sin un final buscado, como un eterno solazarse en revivir recuerdos. Trabajar en el libro le hacía brillar la mirada y, al mismo tiempo, ese hacer sin plazos ni objetivos –hacer que del mismo modo repetía en otros aspectos de su vivir cotidiano– se terminó convirtiendo en una voz de alerta que nos despierta a todo lo que no vivimos por estar demasiado tras las metas.
Hombre íntegro, respetuoso, pacífico, era alegre casi sin solución de continuidad. Lo recuerdo así, y quiero seguir haciéndolo, siempre inclinado a una sonrisa. No era demostrativo más que a su modo recatado y en el fondo tímido. Amó y fue amado. Mientras le alcanzó el aliento, a todos en su familia les construyó, de su mano, un regalo de poesía y música. Pienso, esto a mi cuenta y cargo: Él vivió en la poesía y sobrellevó lo cotidiano. Las obligaciones y el deber ser de la existencia podía respirarlos sólo con su mirada siempre más allá, tan clara como ajena a este mundo.
Él valoró sobremanera la amistad, más allá de la condición y las circunstancias, más allá de la fama o el anonimato. Esto lo sabrán ver en su narrativa, en sus creaciones compartidas.
Mucho cultivó en su vida la amistad, y mucho se ocupa aquí de los amigos con quienes transitó su camino.
El anhelo de perdurar nos hace tal vez sentir que podemos vivir en el recuerdo de los otros. Ojalá sea así. Ojalá este libro lleve a muchos de ustedes a que recuerden a este poeta y músico que fue mi padre, en el reflejo de su propia expresión.
Jose Luis Fruttero
Aldo Antonio Fruttero fue un poeta. La poesía fue su manera de ver el mundo, y la música folklórica el camino por donde su letra se echó a andar. Nació el veintiuno de octubre de mil novecientos veintinueve, en un hogar unido a esa tierra de horizontes eternos que es la llanura del sur de Córdoba.
Marcado por la estampa de su padre, José Florencio Fruttero, un verdadero gaucho por elección, fue este el centro de gravedad de su niñez en el campo de Chucul donde habitaba además con su madre, Sara Francisca, también venida de la Italia, y dos hermanas, en ese universo de peones y domadores, con su petiso trotador y los animales del terruño.
La adolescencia lo transportó a la ciudad de Río Cuarto, un nuevo mundo que compartía con sus compañeros del viejo nacional, muchos también compinches de aquel épico Bar Nippón al que luego le cantará. Ya en la etapa de ponerse los pantalones largos, ingresó a aquella colmena de trabajadores que era entonces el Área Material Río Cuarto: la base, donde permaneció varios años, hasta que pasó a ganarse la vida como viajante de comercio, que nunca lo fue tanto como trovador de los caminos.
En el año 1958, se unió a su compañera inseparable de ahí en más, Nancy Nidia Pineiro. La vida le trajo dos hijos. Transcurrió su devenir y el de su familia en Río Cuarto, ciudad que conocía y quería, tanto como a las serranías de Alpa Corral y en especial las de El Chacay, donde con tesón edificó con los suyos un pequeño paraíso de tiempos felices.
Mientras pasaba la vida cotidiana de lo familiar, el trabajo, en la cambiante realidad de un mundo que se transformaba velozmente, su vida interior alimentaba la poesía en hojas sueltas, acordes de guitarra, a veces en su soledad, a veces en la alegría compartida de Los Hermanos Fruttero, con sus primos Juan y Victor, y sus siempre presentes amigos de la música y de la palabra.
Estas son las notas despojadas de la biografía simple del autor. Simple, que no significa pobre ni anodina. Cuando falleció, el seis de julio del año dos mil dieciséis, había dejado mucho de sí en sus letras y en su gente.